Los parajes ocultos de la Ribera del Duero
Cuando queremos identificar la Ribera del Duero solemos citar la “milla de oro” en Valladolid y el triángulo burgalés de La Horra, Pedrosa y Roa. Lugares donde se concentra el mayor número de las mejores bodegas de la D.O. Esto más o menos ya lo tengo muy visto. En cambio, lo que más me atrae desde hace pocos años son las zonas más periféricas y apartadas, incluso algunas fuera de esta Denominación. Zonas más salvajes que, debido a su mayor altitud, echan un pulso a los demonios de las heladas tempranas de octubre y las tardías de mayo.
Son territorios silenciosos de los que apenas se habla, al menos, hasta hace poco. Esta realidad venía condicionada por el clima que, en otros tiempos, al parecer era más extremo y con menores rendimientos y, por ese motivo, más escaso y desperdigado. Algunas parcelas han sobrevivido principalmente para el autoconsumo o como proveedores de cooperativas. El asunto del cambio climático y una conciencia más ecológica están motivando a sus herederos más instruidos y a los nuevos emprendedores a mirar con mayor atención a estos parajes.
El paisaje de estas zonas tan apartadas es más silvestre. Majuelos perdidos que serpentean entre la vegetación de monte bajo y mayormente suelos arcillo-calcáreos, como corresponde a los oteros algo blanquecinos característicos del paisaje castellano. Viñas situadas en laderas de monte coronadas por bosque continental. Un paisaje que nos regala, por poco que el viñador tenga dos dedos de frente, unos vinos con unos rasgos más minerales-terrosos, más cerca de la Naturaleza. Suelos pobres, con escaso laboreo, con viñas algunas de ellas prefiloxéricas.
Valle de Esgueva
Estas son las razones por las que puse mucho interés cuando, hace unas semanas, un amigo ajeno al mundo del vino me presentó en Madrid a Javier Vallejo, un intrépido “vigneron” de Tórtoles de Esgueva, una localidad situada en el límite de la D.O. Ribera del Duero, tocando la provincia de Palencia.
En los últimos meses me resisto a aceptar invitaciones para visitar bodegas si no hay algún elemento original que me llame la atención. Probé el vino en el restaurante de mi amigo Luis García de la Navarra y me gustó, como me gustan los buenos y fluidos vinos que se producen en el límite de cultivo. Me llamó la atención que estuviera en el Valle del Esgueva, del que auguré hace 35 años un futuro halagüeño, una predicción demasiado atrevida entonces.
La bodega está enclavada en Tórtoles de Esgueva, antiguo núcleo lanero productor de mantas que se vendían con éxito en Palencia. Se llama Buen Camino, como los caminos que conducen a las tierras pedregosas del páramo y laderas calcáreas arenosas donde se hallan sus 12 hectáreas, algunas a 960 metros de altitud, insertadas en el antiguo vidago de algunas cepas del pasado como garnacha y albillo. Se trata de una bodega puramente familiar. Está el abuelo Feliciano, con sus inicios taberneros como propietario de la cantina del pueblo en donde se organizaban antiguamente bailes de pueblo.
Hoy al menos puede contar las cosas de ayer a los oídos de hoy. Su hijo Javier Vallejo pisa la viña y los nietos Javier y Jorge que son, sobre todo Javier, los que cortan el bacalao enológico y que trasladan la experiencia rural del abuelo a la vida sostenible y ecológica de hoy. Su tinto de garnacha, albillo y tempranillo, aunque todavía no tiene nombre, despide las esencias rurales y el tinto Casa 2020, también multivarietal de viña vieja, raspón y 12 meses, son los vinos más primorosos que me encontrado en este paraje que desconocía.
Valles, laderas y terrazas
Cuando conducía camino de Tórtoles fui recordando mi primera visita a las ocultas viñas sorianas de Dominio de Atauta, de las que me habló Miguel Sánchez, el entonces propietario de la bodega y conocido distribuidor de vinos de alcurnia. Nadie conocía ni la bodega ni a Bertrand Sourdais, su enólogo, un galo listo capaz de construir el primer ribera elegante y paisajístico cuando trabajaba con Miguel. También me acordé de Alfredo Maestro, que me condujo a los riscos olvidados del Rio Botijas en las elevaciones hacia Segovia y Moradillo de Roa.
Son pequeñas terrazas, valles y laderas con una orografía salvaje donde vuelan con absoluta libertad buitres y otras aves protegidas, sin la geometría más conocida de las viñas cercanas al Duero. Lugares en donde aún se conservan cepas aisladas de bobal, albillo, garnacha y jaén, algunas intercaladas en una misma viña. Las vendimias, debido a la altitud, se retrasan dos semanas y el resultado son vinos más fluidos, con taninos menos vigorosos con una impronta más frutal y, en consecuencia, más elegantes. Pues bien, en los últimos años la búsqueda de viñedos de mayor altitud, la elaboración “infusión” de menor extracción, menos color y la mezcla de tempranillo con otras variedades, nos ha deparado otro retrato diferente, añadiendo al sabor más varietal del tempranillo otras castas con ciertos toques montaraces más cercanos al terruño dentro del concepto ecológico.
El paradigma son los vinos de la bodega Dominio del Águila, que dirigen Jorge Monzón e Isabel Rodero. Jorge, con su actitud más investigadora no se somete solamente al dictado del tempranillo, sino que, con su filosofía no intervencionista de sostenibilidad y respeto al paisaje, ha logrado crear un vino como Canta la Perdiz reserva 2017 con 97 puntos en la Guía Peñín. También aparecen escenarios límite en parajes más rurales, a mayor altitud y alejados del Duero, como el Valle de Botijas en la raya con Segovia, de donde se surte el citado Alfredo Maestro. Igualmente, Moradillo de Roa, cuyos viñedos, además de Maestro, han descubierto recientemente otras bodegas de renombre, o en Fuentenebro, en el límite sur de la provincia de Burgos, en donde Carraovejas se surte de un viñedo más pastoril y complejo para elaborar el excelente tinto Milsetentayseis.
Al norte del Duero, también en zonas altas y fuera de la D.O, se halla Coruña del Conde en cuyo municipio están instaladas bodegas como Clunia y Bodegas Coruña del Conde que cultivan, además del tempranillo de viñas viejas, también cepas de origen francés, entre los 900 y 1000 metros de altitud. A pocos kilómetros de Peñaranda del Duero se alza la bodega Bosque de Matasnos, propiedad de Jaime Postigo, primo de Tomás, el que fue creador del Carraovejas. Allí el viñedo llega a ser cómplice del bosque y de la sostenibilidad dentro de un concepto inteligente de trabajo agrícola y empresarial.
Cuando la Ribera se interna en Segovia acepta sus primeros kilómetros mesetarios a 900 metros de altitud. Un territorio que alberga algunas bodegas como Severino Sanz, en Montejo de la Vega, y Briego en Fompedraza, más enfrascadas en altas maduraciones, pero preservando ciertos matices frutales a partir de un viñedo construido en toda regla.
Viñedos de Soria
La zona soriana de la Ribera del Duero estuvo dormida durante muchas décadas. Cuando se constituyó la D.O. no se incluían estas tierras, pues apenas una o dos cooperativas y viticultores familiares vendían su uva a las bodegas situadas al oeste de la carretera Madrid-Burgos, en donde se hallan la mayor parte de las casas más insignes. Dominio de Atauta fue el señuelo y locomotora de estas tierras casi olvidadas.
Por eso el citado Bertrand Sourdais, impulsó hace pocos meses la Asociación de Bodegas Viñas Viejas de Soria, reuniendo a 14 pequeños elaboradores con el ánimo de dar visibilidad a estos viticultores y preservar sus viñas viejas, algunas prefiloxéricas. Son bodegas cuya producción media no sobrepasa las 10.000 botellas, algunas con apenas 2.000. Las bodegas que las componen son, además de Dominio de Atauta, Antídoto, Dominio de ES, Tierras El Guijarral-Rudeles, Bodegas y viñedos Señorío de Aldea, la antigua cooperativa de San Esteban de Gormaz, Valdeviñas de Langa de Duero, Bodegas Castillejo de Robledo, Taruguín, Bodegas Aranda-De Vries, Viñedos Aceña.
A este grupo se añaden otras fuera de la D.O., como Bodega Vildé, Lunas de Castromoro y La Quinta Vendimia. Gran parte de estos vinos los probé en una degustación colectiva, descubriéndonos que aquellos parajes de pequeñas parcelas, con sus suelos más vírgenes y liberados de una viticultura intensiva, conforman un ecosistema diferente con vinos más ligeros, con sabores herbales y frutos rojos con mucha expresión, y con algunas castas entremezcladas, como albillo, jaén, bobal, garnacha y otras, constituyendo una visión medieval llevada a nuestro tiempo.