La botella, el malo de la película
Esto del cambio climático es un sinvivir. Cada noche, cuando salgo de casa acera abajo hacia los contenedores, llevo en mis manos las bolsas de envases reciclables, los cartones de Amazon, escuchando el tintineo de las botellas vacías. En este andar me inunda un sentido de culpabilidad que me dura unos minutos. Y es que, por mucho que nos digan que todo se recicla, hay que pensar en la energía que se ha gastado en fabricar los contenidos de las citadas bolsas.
Pero no voy a hablar del reciclaje de las botellas, un asunto de lo que más se debate en la actualidad, sino del gasto de energía que supone su fabricación y, sobre todo, su transporte. No hay que olvidar que el peso del vidrio supone la mitad del total del peso de una botella de vino. A esto hay que añadir el coste energético de la fabricación de las cajas de cartón y el poliespán, con unas características especiales debido a la fragilidad del vidrio. Solo la fabricación de la botella y su transporte generan el 42 por ciento del CO2 que se produce por el vino, y esto sin incluir el nuevo consumo energético que conlleva el reparto a domicilio del comercio online.
¿Para qué sirve la botella de vidrio?
Cuando Sir Kenelm Digby inventó la botella cilíndrica a mediados del siglo XVII, no lo hizo como envase de transporte y venta, sino para conservar el vino más asépticamente el mayor tiempo posible en las bodegas particulares de la burguesía y aristocracia. Desde esas botellas mohosas y polvorientas guardadas tanto tiempo se trasegaban a los vistosos decantadores de cristal tallado. Era inconcebible que los bodegueros de aquel siglo y posteriores entendieran que el vino se transportara en botella desde el origen. Cualquier tentativa de trasladar una botella de vino de una ciudad o país a otro era todo un lujo ante el riesgo más absoluto de roturas.
De hecho, hasta la primera mitad del siglo pasado, el porcentaje de la sociedad que contaba con bodega particular para conservar sus botellas era mínimo, dado que el 95% del vino se consumía en los 2 primeros años, incluso igual que en los tiempos actuales.
No existe ningún producto cuyo envase sea tan trascendental como el contenido. La botella, el tapón, la etiqueta y la cápsula es un atuendo de una significación identitaria y litúrgica trascendental. Este esquema estético es mucho más válido en los vinos de culto, que tan solo representan el 8% del consumo global. Vinos que, naturalmente deben embotellarse en origen. El resto supone un volumen de tal calibre que la solución más sostenible sería el embotellado en destino, la utilización de vidrio más ligero, los envases de tereftalato de polietileno (PET), o los ya conocidos bag-in-box, todos ellos reciclables y de menor huella de carbono que el vidrio. Para estos vinos, la ceremonia quedará en la belleza de la copa y la jarra o decantador de servicio.
Antes, ecológicos sin saberlo
Cuando era un niño, la basura era toda orgánica, sin plásticos, sin latas (si acaso, alguna de sardinas en aceite o de tomate), ni poliespán. Los tranvías y trolebuses de Madrid eran eléctricos, en gran parte de esa electricidad de los pantanos que inauguraba el Invicto. Pero también las botellas de vino eran de ida y vuelta. La penuria de hace más de 40 años daba rienda suelta a la imaginación para aprovechar los envases para muchos usos. Recuerdo mi infancia cuando mi madre me metía en la bolsa de la compra la botella vacía de anís de La Asturiana para llenarla de leche en la vaquería de enfrente, del mismo modo que servía para comprar vino a granel en la taberna cercana. Hoy, el término basura solo se circunscribe a lo orgánico. Una palabra que prácticamente ha dejado de existir porque todo se aprovecha e, incluso, en los últimos meses se plantea el despilfarro de la comida sobrante.
Quién iba a decir que en el pasado el vino era más sostenible, sin proponérnoslo. Salvo los grandes vinos y espumosos que salían embotellados desde la bodega, en el comercio nacional el resto se envasaba en destino. Una práctica que nació a finales del siglo XIX hasta los Ochenta del pasado siglo. En la primera mitad de ese periodo, las barricas iban directamente a las delegaciones urbanas de las bodegas más señeras y allí mismo se embotellaba para los diferentes clientes e, incluso, en los domicilios de los más adinerados. Estas oficinas eran la sede y eran tan importantes como las propias bodegas porque en ellas se ubicaba la dirección y comercialización del vino. En el Registro de Embotelladores editado en los Setenta, había más empresas registradas en las ciudades que en las zonas vitivinícolas.
La botella retornable
Otro asunto es la botella retornable. El mercado del vino en botellas con devolución del envase era inmenso. En mis primeros viajes báquicos era normal ver en bastantes bodegas las máquinas para lavar y esterilizar las botellas y garrafas usadas antes de la irrupción en los años 80 de los flamantes trenes de embotellado de los que los bodegueros se sentían orgullosos. Era lo primero que nos enseñaban a los periodistas porque no estaba bien visto lucirse con los viejos depósitos de cemento o enseñar las barricas polvorientas y ennegrecidas por el tiempo. Hoy, el retorno de envases todavía pervive en algunas ciudades españolas en la distribución de una minoría de bodegas locales.
En los tiempos actuales, la compra de vino embotellado, con devolución del vidrio a los centros de venta prácticamente en desuso, parece ser una ambición de los más recalcitrantes ecologistas por el ahorro de energía que supone la menor fabricación de botellas. Defienden la idea de que, con el gran avance de los controles informáticos, la mejora de la logística de devolución en los centros de venta, haría que esta práctica se pudiera replantear.
El embotellado en los países de destino
El embotellado en destino de los vinos se lleva utilizando toda la vida en Europa. Son los graneles de los llamados “vinos de mesa” y los de algunas D.O. que no tienen la titularidad de “calificada”, cuya normativa obliga a envasar en origen. Todos sabemos que el embotellado en la zona de producción que imponía los reglamentos de las D.O. se implantó en el pasado para asegurar el origen real del vino y evitar la manipulación, falsificación y fraude en la distribución y puntos de venta.
Hoy, en cambio, las menores diferencias de precios entre las uvas de zonas punteras y las de segunda división, no hace tan rentable el fraude de origen. De este modo podría ser viable el envasado de vinos de más calidad que los actuales en las plantas de embotellado de los países importadores sin perder el label de la D.O., asegurando su origen mediante una mayor sofisticación informática, de conexión, registro y control de envasado y distribución. Bien entendido que esta fórmula no debería ser aplicable a los vinos de mayor calidad y culto, por su consumo más minoritario y elitista.
Es evidente el crecimiento en los últimos 10 años de los vinos, tanto los de bag-in-box como los embotellados en destino, con calidades de mayor nivel. Los países nórdicos y, en general, los anglosajones, por su condición más ecologista, no tienen ningún reparo en comprar vino en otros envases menos tradicionales y románticos como la botella.
Aunque hoy todo se reciclara, hay que darle una vuelta al asunto de la energía que se consume con la fabricación de los envases de todos los géneros, muchos de ellos superfluos por su enfoque más publicitario que necesario.