No hubo codicias en los buenos tiempos ni dumpings en los malos. La crisis actual no ha deteriorado la cotización de la uva que en esta última cosecha no ha bajado de los 5 euros el kilo (el cava a 0,40 €).Si nos fijamos en otros espumosos mundiales, todos ellos han girado en torno al carisma del champagne y sometidos más que el espumoso francés a los vaivenes del mercado. Es más, en la crisis del Covid el sector champañés decidió bajar la producción en un 21 por ciento antes de bajar los precios. Su mayor competidor con la misma fórmula de elaboración es el Cava (250 millones de botellas) que vende al irrisorio y preocupante precio medio de 1,62 euros la botella ¡¡7 veces más barato que el champagne ¡Esto sin duda no es el precio de un competidor! ¡Champagne no tiene competidores!
Una bebida industrial
Nadie podrá negar que el champagne como el cava, asti, prosecco o cualquier espumoso de fermentación en botella o en grandes depósitos, es una bebida industrial. Es decir, el vino más manipulado del mundo en donde el origen y suelo (como revelación mineral) importa menos y el carácter de las variedades queda más o menos diluido por las reacciones moleculares de las levaduras añadidas y los procesos industriales del licor de tirage y expedición. Lo contradictorio de todo esto es que, a diferencia de otros vinos legendarios, no existe el fundamento natural que desemboque en el origen de un vino excepcional sino en un vino casi mediocre. He repetido en múltiples ocasiones que el champagne tuvo un comienzo tan vulgar como la intención de Dom Perignon de encerrar en una botella un vino sin terminar su primera fermentación. Es decir, con el carbónico residual y ligeramente dulce que moderaba la acidez, valores que desgraciadamente desaparecían con los primeros calores de la primavera para convertirse en vino vulgar, insípido, ligero y ácido. Pero esto no era el champagne sino el “vino de La Champagne”. Un vino tranquilo cuya deficiente calidad era consecuencia natural de la latitud y los elevados rendimientos de la viña de esa zona francesa, mientras que el champagne que todos conocemos es toda una manipulación humana, un truco para hacer bebible un vino imposible. Por eso el champagne no lo inventó Dom Perignon sino en las desnaturalizadas paredes de los laboratorios franceses del siglo XIX. Cadet de Vaux en 1803 y el boticario François en 1836, investigan sobre la necesidad de añadir azúcar para mantener el carbónico en el vino antes de envasarlo para la crianza en botella. Chaptal perfeccionó esta práctica y además aumentar el grado (chaptalización) desde una época cuando el vinillo de aquellas tierras no pasaba de los 9º. La aportación de Pasteur fue la utilización razonada de las levaduras. Sobre estos antecedentes dejaban un ancho camino a otros investigadores como Maumené en 1874, Sallerón en 1886, y en 1916 Emile Manceau, para definir el gran secreto del champagne que hoy bebemos y que lo convierte en un mito: “el misterio de la botella”, es decir, las sofisticadas reacciones moleculares de las levaduras que “mueren” en la botella añadidas previamente para la “prise de mousse” durante la crianza en su envase de vidrio y que dota al vino de su enorme complejidad. Ni el vino ni la nobleza de la Chardonnay y pinot noir eran los fundamentos naturales sino los biológicos de las levaduras y, como sucede con los finos de Jerez, hay que añadir el suelo calizo, capaz de otorgar la finura a unos vinos tranquilos, pero sin dotarle de alguna personalidad específica.
En los últimos 15 años gran número de cosecheros proveedores de uva para las grandes casas están embotellando champagnes propios con los principios de imponerse el terroir que normalmente se aplican a los vinos tranquilos. Ello no significa que sean mejores sino quizá diferentes. Una vía que creo que no se impondrá porque esta bebida es un concepto, una marca colectiva, refinamiento y un prestigio permanente más allá de lo sensorial. Es casi un estilo de vida como dijo el británico Johnson.