Entre 1955 y 1959 mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a la vendimia. Era casi una liturgia de aquellos expatriados como un deber hacia los familiares que no pudieron emigrar. A lo largo del río Jamuz, en León, aparecía un ubérrimo viñedo de prieto picudo, mencía, garnacha tintorera y palomino entremezclados. El paisaje de los montículos de las bodegas subterráneas en medio de las viñas se asemejaba a los cementerios de guerra. Mi relación con el vino no había llegado, pero sí con el mosto. No entendía que aquel suculento sabor dulce desapareciera después de toda una serie de burbujeos en medio de la penumbra y humedad.
El vino de segadores y albañiles
Mi instinto infantil me colmaba de una curiosidad de un niño solitario, todavía sin amigos. Calzado con los fornidos zapatos de Segarra solía recorrer todo el entorno del derruido Cuartel de la Montaña. Vivía en la calle Ilustración, junto a la Estación del Norte y cerca de la Plaza de España. En aquellos años me llamaban la atención los innumerables solares todavía con los cimientos de las casas bombardeadas de la Guerra Civil que aún perduraban. En algunos de los restos subterráneos malvivían algunas familias gitanas. En otros solares, el Régimen se prestaba a construir deprisa y corriendo casas de Protección Oficial para eliminar cualquier vestigio de la Contienda. En cada edificación en construcción, los albañiles, algunos con pañuelos anudados en la cabeza, todos los días los veía sentados en el suelo a la hora de comer. Tartera en mano, unos a otros se pasaban unas botellas de anís rellenadas de vino a granel con el corcho perforado por una cánula de caña para beber a chorro. Este ingenioso tapón de corcho y la bota de vino los vendían en la calle Toledo como artículo de uso y consumo. Estos adminículos no dejaban de ser los mejores envases higiénicos para compartir el vino blanco porque era más barato que el tinto. Ensimismado viendo comer y beber a los operarios, uno de ellos se dirigió a mí: “chaval, ¿quieres un trago? Así serás mayor”. Nunca bebí vino y mi interés era más por ver si era capaz de acertar bebiendo a chorro. A mis 10 años mi primer encuentro con el vino fue un desastre, no solo por la mala puntería, entrando el vino por la nariz, sino por el sabor. ¿Cómo es posible que a los mayores les guste una bebida seca, ácida y amarga como el vino?
Otra imagen que me impactó fue la de los segadores sentados en el suelo junto a las vallas que rodeaban la Estación de Príncipe Pío. Todos los veranos venían de la siega en Andalucía desde la estación de Atocha a la espera de tomar el último tren de la noche para continuar su duro trabajo en los campos de Castilla. Todo un retrato tercermundista -éramos entonces casi del tercer mundo- de cabezas emboinadas con rostros quemados por el sol, navaja en mano comiendo un trozo de pan, chorizo o filete alpargatero y la bota de vino. Este siniestro tren se componía de un furgón de traslado de presos, seguido de vagones con asientos de madera corridos donde se acomodaban los segadores con sus maletas de madera y sus hoces enfundadas con esparto. El convoy se remataba con un interminable número de vagones de mercancía.
Tabernas y camionetas
En aquel Madrid tabernario el vino era el combustible de las eternas borracheras de la clase proletaria que cada sábado se abrazaba a las farolas de gas. De niño, al besar a mis tíos y a los amigos de mis padres, percibía un olor mezcla de tabaco y el dulzor del alcohol como algo inherente de nuestros mayores. De aquella década, no se me olvidan las tabernas y bares con barras de estaño con un recipiente integrado con agua corriendo donde se enjuagaban los vasos de vino. Se bebía valdepeñas a palo seco servido en unas jarras rectangulares de vidrio.