España es quizá el país europeo que menos vuelve la mirada a los vinos de ayer si exceptuamos Jerez. En general, nos falta el orgullo por defender los vinos históricos. Somos verdugos de nuestras tradiciones cuando se trata de proyectarlo al mundo, quizá por nuestros prejuicios de considerar aquellos vinos como un retrato folclórico. Incluso los densos o oscuros dulces pedro ximénez estuvieron a punto de desaparecer en los años Ochenta del pasado siglo por su menor rentabilidad frente a las baratas mistelas hechas con esta variedad. Su supervivencia se la debemos a una buena conjunción entre el periodismo y la hostelería.
En cambio, en Europa siguen rindiendo pleitesía a sus vinos tradicionales, aunque no sea un producto de masas ni antes ni después. Oporto, Sauternes, Tokaji, Johannisberg, el vin de Paile del Jura, Madeira, Marsala, Lácrima Christi, Moscatel de Setúbal y Frontignan son ejemplos de supervivencia. Echando un vistazo al libro de Agricultura y Zootecnia de Joaquín Ribera, editado a finales del siglo XIX, el de André Julien en su Topographie de Tous les Vignobles Connus del año 1816 o los textos escritos por el Abate Rozier en el XVIII con su Diccionario Universal de Agricultura, se puede evidenciar que los vinos españoles más prestigiosos no eran los que hoy entendemos como los mejores. A trancas y barrancas todavía Jerez es un intocable a pesar de todos nuestros esfuerzos para desprestigiarlo tirando los precios a finales de los Setenta.
Vinos que desaparecieron o casi
Hemos sido el único país que dejó desaparecer algunos vinos clásicos como El rancio de Peralta, localidad navarra, que fue cuna de este original y famoso vino dulce en el siglo XVIII citado tanto por el francés André Julien como por Rojas Clemente. Asimismo, el tostado de Rivadavia y el Canary Sack, fueron víctimas de la inconstancia de los bodegueros españoles de enterrar los vinos tan pronto dejaban de ser comerciales. Estos dos últimos vinos fueron admirados en la Corte inglesa y, por prejuicios religiosos con los ingleses en el primer caso, y por la soterrada hostilidad socioeconómica en el segundo, dejaron de enseñorearse en las mesas británicas. Algún reducto de aquellos canary son los malvasías viejos de La Palma y Lanzarote y algunos poquísimos tostados gallegos que ilustran el catálogo de algún bodeguero. Aquel trasañejo malagueño por el que suspiraban los franceses en siglos pasados, se convierte en vinos quinados para enfermos. En Aragón era normal que las bodegas tuvieran en su catálogo las “pajarillas”, vinos blancos fermentados con sus pieles y con un deje entre rancio y dulce. No tienen nada que ver con los paxaretes (ya André Jullien describía las “pajarillas” de Sanlúcar confundiéndolos con el pajarete), término que se utilizaba en el litoral mediterráneo y en Andalucía para designar los vinos de moscatel mezclados con arrope o vino cocido o hervido, un tipo de vino que, curiosamente, sobrevive en el norte de Chile. La malvasía de Sitges era un referente del vino catalán y hasta finales del XIX se exportaba a la rica sociedad colonial americana.