El prestigio de nuestros vinos del pasado

20 July 2020

Repasando algunos de los libros editados en los últimos 200 años se puede ver que hubo tiempos mejores sobre la reputación de nuestros vinos a nivel mundial. La fama y prestigio de nuestros vinos del pasado se concedía a los vinos generosos tanto dulces como secos. En cambio, los vinos de mesa eran desacreditados por su mediocre calidad.

La culminación de esa crítica fueron los vinos manchegos bajo la pluma, entre otros, del viajero inglés Richard Ford. Si acaso estos vinos de pasto servían para maquillar los vinos franceses por su color y grado, pero nunca para beberse como vino español.

Nuestros vinos tradicionales han sido los más admirados fuera de nuestras fronteras si los comparamos con los que hoy son los más apreciados como los riojas, albariños, riberas y priorats. Incluso vamos comprendiendo cómo la reputación que en nuestro país tienen en la actualidad los vinos de estas zonas no está al mismo nivel en el extranjero. La razón (ya lo he comentado en más de una ocasión en este blog) es, por un lado, la rémora que para nuestras marcas de prestigio ha tenido el peso histórico del vino a granel y la falta de lucha por defender las marcas de calidad sin ceder los precios y, por otro, que nuestros buenos vinos de mesa no son mejores que sus homónimos franceses o italianos desde la Toscana hasta Sicilia.

España es quizá el país europeo que menos vuelve la mirada a los vinos de ayer si exceptuamos Jerez. En general, nos falta el orgullo por defender los vinos históricos. Somos verdugos de nuestras tradiciones cuando se trata de proyectarlo al mundo, quizá por nuestros prejuicios de considerar aquellos vinos como un retrato folclórico. Incluso los densos o oscuros dulces pedro ximénez estuvieron a punto de desaparecer en los años Ochenta del pasado siglo por su menor rentabilidad frente a las baratas mistelas hechas con esta variedad. Su supervivencia se la debemos a una buena conjunción entre el periodismo y la hostelería.

En cambio, en Europa siguen rindiendo pleitesía a sus vinos tradicionales, aunque no sea un producto de masas ni antes ni después. Oporto, Sauternes, Tokaji, Johannisberg, el vin de Paile del Jura, Madeira, Marsala, Lácrima Christi, Moscatel de Setúbal y Frontignan son ejemplos de supervivencia. Echando un vistazo al libro de Agricultura y Zootecnia de Joaquín Ribera, editado a finales del siglo XIX, el de André Julien en su Topographie de Tous les Vignobles Connus del año 1816 o los textos escritos por el Abate Rozier en el XVIII con su Diccionario Universal de Agricultura, se puede evidenciar que los vinos españoles más prestigiosos no eran los que hoy entendemos como los mejores. A trancas y barrancas todavía Jerez es un intocable a pesar de todos nuestros esfuerzos para desprestigiarlo tirando los precios a finales de los Setenta.

Vinos que desaparecieron o casi

Hemos sido el único país que dejó desaparecer algunos vinos clásicos como El rancio de Peralta, localidad navarra, que fue cuna de este original y famoso vino dulce en el siglo XVIII citado tanto por el francés André Julien como por Rojas Clemente. Asimismo, el tostado de Rivadavia y el Canary Sack, fueron víctimas de la inconstancia de los bodegueros españoles de enterrar los vinos tan pronto dejaban de ser comerciales. Estos dos últimos vinos fueron admirados en la Corte inglesa y, por prejuicios religiosos con los ingleses en el primer caso, y por la soterrada hostilidad socioeconómica en el segundo, dejaron de enseñorearse en las mesas británicas. Algún reducto de aquellos canary son los malvasías viejos de La Palma y Lanzarote y algunos poquísimos tostados gallegos que ilustran el catálogo de algún bodeguero. Aquel trasañejo malagueño por el que suspiraban los franceses en siglos pasados, se convierte en vinos quinados para enfermos. En Aragón era normal que las bodegas tuvieran en su catálogo las “pajarillas”, vinos blancos fermentados con sus pieles y con un deje entre rancio y dulce. No tienen nada que ver con los paxaretes (ya André Jullien describía las “pajarillas” de Sanlúcar confundiéndolos con el pajarete), término que se utilizaba en el litoral mediterráneo y en Andalucía para designar los vinos de moscatel mezclados con arrope o vino cocido o hervido, un tipo de vino que, curiosamente, sobrevive en el norte de Chile. La malvasía de Sitges era un referente del vino catalán y hasta finales del XIX se exportaba a la rica sociedad colonial americana. 

El último reducto comercial de la malvasía catalana fue Bodegas Robert con una historia que arranca en 1870. Recuerdo hace 40 años negociar con la propietaria Ana Robert para llevarnos 400 botellas del escasísimo malvasía de Sitges con un sabor que no he vuelto a recordar con las malvasías actuales. La particularidad de estos vinos dulces era la ubicación de los viñedos en los bancales del Garraf dulcificado por la brisa del mar y cultivados en suelos de componente calizo. El vino de Alella semidulce era mucho más notorio hasta los años Veinte del pasado siglo que los alellas secos de hoy. La burguesía catalana de entreguerras se deleitaba con el legendario Marfil de suave dulzor.

Es cierto que algunos vinos dulces que se elaboran en la actualidad alcanzan una calidad incluso mejor que sus homónimos del pasado, pero sin seguir las pautas de la tradición. El trasañejo malagueño apenas es un recuerdo ante la presencia de los vinos de corte centroeuropeo como Molino Real de Telmo Rodríguez o los de la familia Ordóñez. Asimismo, el mejor vino dulce navarro es un moscatel de grano menudo de Chivite que nada tiene que ver con el histórico peralta.

La sociología de los vinos del pasado

Ningún vino alcanza la notoriedad si no es conocido en el extranjero y no es imitado. Tenemos el ejemplo del vino de Oporto que, con Jerez y Málaga, fueron víctimas de las más innobles imitaciones en California, Australia, Sudáfrica e incluso en Chipre. En sentido contrario, en España hubo dos ejemplos con el Oporto: Torresport que elaboraba las Bodegas Torres con vinos tarraconenses y el Bandeira con priorats que pude catar en los tiempos difíciles para beber vinos extranjeros de cierta calidad debido a los elevados aranceles. Nuestros vinos dulces y rancios en su historia de cuatro siglos han estado mucho más identificados con nuestra geografía y clima y por eso han sido la tarjeta de identidad más notoria internacionalmente del vino español.

Es evidente que la reputación que han tenido los vinos dulces, no solo los europeos, sino también los de Costantia en la Ciudad de El Cabo o el Massandra ruso, se debe a su condición de vino hedonista. La sociedad británica no bebía vino como una necesidad alimentaria como ocurría en los países mediterráneos, sino como un refinamiento, con un saber estar. Las largas sobremesas de entonces hasta el momento del té de las cinco, permitían degustar sorbo a sorbo los innumerables vinos dulces producidos en el mundo. Los temas de conversación en los clubs sociales en torno a una copa de oporto, canary o jerez, giraban en torno a la política, las finanzas e incluso al mismo vino que bebían. Esta distinción solo alcanzó tenuemente a las damas españolas hasta hace cuarenta años con el moscatel con pastas en horas vespertinas mientras que en las tabernas y en las mesas se bebía vino de pasto corriente como una necesidad alimentaria. Es cierto que el ocaso de esta bebida en la actualidad ha ido paralelo a la desaparición de aquellos tiempos de sobremesa.

Vinos originales

¿Es posible creer que hemos sido más creativos en la elaboración de vinos rancios y dulces que en todos los demás? Naturalmente. Hasta bien entrada la década de los Setenta del último siglo, cualquier bodega española tenía como mascarón de proa a un vino dulce o rancio y la mayoría contaba con un alambique para aguardientes antes de la limitación de la destilación generalizada. Un anuncio típico en la prensa diaria a finales del Diecinueve era: “Bodegas Entrena, elaboración y venta de vinos, alcoholes y mistelas”.

Eran vinos originales, muy trabajados destinados a celebraciones especiales, siguiendo unas pautas heredadas de viejas tradiciones y de compleja elaboración. Era la identificación de cada firma de su capacidad para producir un vino-placer frente al vino-alimento como eran los vinos secos. Nuestra capacidad creativa en relación con el vino se ha condensado en los vinos rancios de crianza oxidativa tanto seco como dulce, procedente de, o bien por deshidratación por asoleo de racimos en las zonas cálidas o vendimias de racimos pasificados en la misma cepa, modelos que se corresponden con nuestro sol y baja pluviometría. En las zonas menos soleadas como Galicia, Asturias y Santander, los racimos se dejaban deshidratar en cobertizos secos y se elaboraban en enero (tostados), incluso en la Rioja se elaboraba un vino parecido, el supurado.


 

En mis años de correrías por viñas y bodegas en 1976 los mejores vinos del Priorat todavía eran considerados como dulces. Muchas bodegas elaboraban vinos tipo amontillado u oloroso tanto en La Mancha como en Extremadura. El asoleo de los racimos en alfombras de esparto ha sido una práctica común no solo en Andalucía sino también en Cataluña, La Mancha Tierra de Medina, Alicante, Aragón y Jumilla. Cuando por primera vez recorro las principales firmas jerezanas en aquellos años, me quedé impresionado del impacto que sus vinos tenían entre los periodistas, escritores y compradores extranjeros que visitaban sus bodegas. Solo se hablaba en inglés y gran parte de los folletos y catálogos estaban editados en esta lengua. Un universo casi mundano frente al culto a la telaraña y al retrato subterráneo de las clásicas bodegas riojanas infiltrado en el visitante nacional.

    Escrito por Jose Peñín

    Uno de los escritores de vinos más prolífico de habla hispana y más conocido a nivel nacional e internacional. Decano en nuestro país en materia vitivinícola, en 1990 creó la “Guía Peñín” como referente más influyente en el comercio internacional y la más consultada a nivel mundial sobre vinos españoles.