Cepas “vulgares” que mejoraron
El concepto “vulgar” asignado a la garnacha negra, la garnacha tintorera, cariñena, monastrell y bobal en tiempo pasado, ya no se asocia a estas variedades, que hoy brillan con luz propia gracias a las dos últimas generaciones de enólogos y agrónomos. Estas cepas tintas ocupaban gran parte del viñedo español por su resistencia a la sequía, las enfermedades de la vid y su mayor rendimiento, dotando de color y alcohol a los cupages baratos. Cuando llegaron estos profesionales, lograron reducir los rendimientos y aplicaron todos sus conocimientos en la viticultura, presentando unos vinos más ligados al perfil del suelo con una mayor presencia del carácter de la uva, reduciendo el tamaño de las bayas entre otros.
Los vinos que caté hace 40 años con estas viníferas representaban el vino de pasto: ese granel que dominaba en el cooperativismo. Los tintos de garnacha que probé en Aragón y en el sur de Navarra tenían un color abierto, con un aroma a depósito, evolucionado y con un sabor diluido; la monastrell, con rasgos vinosos, blanda, con baja intensidad de color por la pérdida de antocianos en el depósito y bajos de acidez de aquellos jumillas de Bodegas Bleda, Carcelén y Carrión; la bobal, áspera y vulgar que solo servía para rosados; la garnacha tintorera, intensa de color, un tanto herbácea y astringente, que me dejaba en la boca la huella indeleble del Ribeiro; y la cariñena que reinaba en el cooperativismo catalán por su color y estructura.
Los principales responsables de que estas cepas dejaran el furgón de cola fueron: Sara Pérez, con la bobal en el escenario de Bodega Mustiguillo; la monastrell vigorosa y rica en expresión la generó Jose María Vicente en Jumilla, mientras que la monastrell fresca y septentrional la diseñó Josep Lluís Pérez Verdú en Bullas. Figuras como Daniel Jiménez Landi en Gredos y Álvaro Palacios y René Barbier en el Priorat, alcanzaron con la garnacha cotas inesperadas en las críticas y puntuaciones en medio mundo. La cariñena me sorprendió como monovarietal en el tinto Vall Llach, y lo mismo pasó con el tinto Laya con la garnacha tintorera potente y expresiva de la bodega almanseña de Juan Gil, o la más fresca y tánica de la bodega berciana de Pittacum.
Los nuevos retratos de Ribera del Duero y Bierzo
Hace 40 años, la Ribera del Duero sonaba más por sus claretes burgaleses, y en los años noventa parecía que se había definido con la tempranillo madura y frutal con las exitosas experiencias de Pingus, Vega Sicilia, Alonso del Yerro, Dominio de Atauta o Bodegas Hermanos Sastre por poner unos ejemplos. Pues bien, en los últimos años la búsqueda de viñedos de mayor altitud, la elaboración “infusión” de menor extracción y color y la mezcla de otras variedades como albillo, garnacha o bobal, nos ha deparado otro retrato diferente, añadiendo al sabor más varietal de la tempranillo ciertos toques montaraces más cercanos al terruño. Un ejemplo son los vinos hoy en boga que elabora Jorge Monzón en su bodega Dominio del Águila. También aparecen escenarios límite en parajes más silvestres, a mayor altitud y alejados del Duero, como el Valle de Botijas en la raya con Segovia, de donde se surte Alfredo Maestro, igualmente Moradillo de Roa, cuyos viñedos han descubierto recientemente algunas bodegas, o Fuentenebro, en donde Carraovejas se provee de un viñedo más pastoril y complejo para elaborar el excelente tinto Milsetentayseis.
En el Bierzo, siguiendo la corriente de Priorat y Rioja de clasificar calidades a través de los vinos municipales, parajes y parcelas, también se han oficializado variedades “excomulgadas” como la palomino y garnacha tintorera. Además, se han rescatado cepas perdidas como dona blanca, estaladiña y merenzao. También se ha dado mayor relieve a los vinos de viñas de más altitud, añadiendo algunas zonas periféricas que son las más ancestrales y salvajes. Peique, Losada, Merayo y Pittacum trabajan con la tintorera con unas puntuaciones superiores a los 90.
La experiencia gallega y canaria
En un territorio como el de Galicia, muy asentado hasta hace 40 años en un consumo de más de 100 litros de vino por habitante, los cambios fueron lentos y escabrosos. El imperio de la variedad palomino y la garnacha tintorera (llamada allí jerez y alicante respectivamente) era muy difícil de abatir. Veíamos vinos de menor grado alcohólico y de una acidez cortante, en donde las variedades autóctonas y los híbridos formaban un batiburrillo como comparsas de las dos cepas citadas. En las Rías Baixas, hoy feudo de la albariño, veíamos cómo este noble vidueño apenas aparecía entre una mezcla imposible de precisar donde, salvando a la bodega Palacio de Fefiñanes, los nombres de las zonas de El Rosal o El Condado resonaban más que las marcas. En el Ribeiro, la marca Pazo a base de la tintorera y jerez marcaba el paso al vino gallego entre una minoría de mencía y treixadura. Caiño, brancellao, souson, espadeiro, merenzao y un largo etcétera. Eran cepas durmientes que, en los últimos tiempos, han despertado de la mano de enólogos a los que algunos tildan de “frikis”. Esto ha dado un vuelco a una comunidad autónoma en donde sus vinos, por su condición atlántica, ofrecen una mayor variedad de sabores.
En esa misma “condición atlántica “sucede con las variedades canarias las cuales se han mantenido, aunque la listán negra y blanca, así como la malvasía sean cepas de mayor presencia, no se han erradicado otras de menor uso como marmajuelo, baboso, negramoll, gual, vijariego, sabro, albillo palmero, hasta sobrepasar en su conjunto más de 30 variedades.
En los primeros años de los Noventa, Tenerife no se libró de los tentáculos de las consabidas cabernet, merlot y chardonnay. Yo mismo llegué a probar algunos vinos con cierta gracia, ligeramente herbal, aunque discretamente elaborados.
La experiencia en otros países
En el siglo XIX en Burdeos había aproximadamente unas 18 o 19 variedades, de las que se seleccionaron las más resistentes a las enfermedades, y que curiosamente fueron las mejores por finura y precisión varietal y que todo el mundo conoce. Gracias a ese espíritu cartesiano de los franceses, no existe como aquí esa nostalgia que los lleve a rescatar tantas cepas ancestrales. Tienen la seguridad de que cultivan las mejores y las más identificadas con el territorio y suelos. No obstante, el crecimiento en los últimos 20 años de la merlot no implica descepar otras de menor relieve. Cada zona tiene sus variedades mantenidas y respetadas en los últimos 100 años como algo patrio, y además por un mayor conocimiento histórico del cultivo y terroir.