Borgoña (Sobremesa, noviembre de 1985)
Borgoña evoca misticismo, cantos gregorianos, recónditos monasterios benedictinos, otoños melancólicos de hojas muertas. Es también la pradera, el charolés y, últimamente, el cultivo de la colza.
Si el burdeos es el vino de las grandes mesas, el vino de esmoquin, de la publicidad, el borgoña es una botella que se lee, un vino que se contempla y que cata el experto. Es un vino que obliga a la reflexión, es la emoción olfativa, el hallazgo y, muchas veces, la duda. El burdeos se identifica en el chateau aristocrático con su propietario rodeado de pedigrí. El borgoña es el viticultor anónimo con gorra de clochard y rasgos de sabio escéptico.
Mientras que los enlomados viñedos de Burdeos tienen un horizonte convexo como ondulados montículos, los de Borgoña lo tienen al revés, cóncavo o laderas mirando hacia el este en rampa, para recoger, ávidos de sol, los primeros rayos de la mañana. Su geografía, no superior a la mitad de nuestra Rioja, es un gigantesco rosario de zonas vitícolas que, de norte a sur, es una confusa y desesperante consecución de crus, climats, comunas y áreas regionales en un minifundio paradójicamente ordenado.
En Chablis, alejada y desprendida del núcleo de los grandes vinos, no puede madurar la uva tinta, constituyéndose así en el sinónimo del blanco seco. La uva Chardonnay se hace más vivaz y elegantemente ácida. Côte de Nuits es el tinto mayestático, a veces secreto, corpóreo, donde la tímida Pinot Noir se hace más audaz e inimitable, cuyos tintos suaves y blancos aterciopelados componen una sinfonía perfecta. Más abajo, el Chalonnais y el Màconnais son como el borgoña del ejecutivo con los islotes de jerarquía de Mercurey y Pouilly Fuissé. La ristra termina en Beaujolais, el tinto de la progresía del París de la rive gauche y del cubitenaire del hiper.
Para complicarlo más, pedir un borgoña en un restaurante es como querer un Vega Sicilia pidiendo un Castilla. No significa nada. O, mejor dicho, sí, le servirán un Bourgogne, un vino de vía estrecha y significante mezcla de los retales de la región. Para entenderlo mejor, la Borgoña es como un conjunto de círculos concéntricos donde el núcleo es el néctar. Una botella de Bourgogne, ya sea Bourgogne Ordinaire o Grand Ordinaire, contiene mezclas de inferior calidad, vinos desclasificados de cualquier origen de la región por excesos de rendimientos autorizados. Frente a esto se halla el Grand Cru, una parcela bendecida por el sol enriquecida por los minerales y respetada por los vientos. Allí unos hombres mitad artesanos mitad artistas viven sacrificados por la imagen y el mito. Quizá un día nos enteremos de que los grandes vinos franceses siempre fueron subvencionados desde París para dar gloria al vino de Francia. El borgoña tiene carisma y se es tolerante con él. Tiene el trago decepcionante, sobre todo por hallarse en una zona límite de cultivo donde las heladas pueden aparecer en los momentos más delicados.
La uva más antigua
Se puede decir que la Pinot Noir está sola ante la adversidad. Un tinto de una sola uva es todo un reto. No puede armonizarse con otras como sucede en La Rioja con Tempranillo, Garnacha y Viura, o en Burdeos con la Merlot, la Cabernet Franc y la Cabernet Sauvignon. Pero en Borgoña Pinot Noir se basta por sí sola para desarrollar todo su potencial de calidad. Sin embargo, exige un terreno de laderas donde la lluvia drene; un equilibrio entre la caliza, el sílice y, en menor medida, la arcilla y casi nada de hierro; un verano tardío con poco calor; nubosidad y lluvia justa en la época vegetativa, en fin, toda una carambola. Fuera del hábitat borgoñón la variedad pierde su aristocracia y su gusto tan peculiar entre mentol y frambuesa. En California se queda a mitad de camino, en Sudáfrica aparece insípida y en Alsacia no pasa de ser un vinillo de jarra.
No es de extrañar que al vino de Borgoña se le perdonen hasta los peores años, cuando por imperativos de supervivencia llegó a ser el más adulterado de Francia. Las mezclas más sonadas se hacían con vinos del Ródano y de África del Norte hasta convertirlos en delicados vinos borgoñones e hijos del Mediterráneo. El asunto llegó a tal extremo que en nuestra Rioja se llegó a adoptar está errónea imagen a finales de siglo pasado, clasificando dos estilos: tipo Burdeos, los vinos más finos y abiertos de color que llevaban la botella bordelesa, y tipo Borgoña, los más corpóreos, de mayor cantidad de Garnacha y de vino de cosechero a la vez, que se embotellaban con la botella panzuda o tipo borgoñona. Un genuino borgoña jamás es un vino vigoroso; ni un burdeos un tinto abierto de color. A pesar de todo, Borgoña mantiene y aumenta su prestigio. Quizá la clave de este liderazgo resida en la perfecta conjunción de todos los factores tanto en la vendimia como en la elaboración, que dan lugar a un vino que no solo asusta por su precio.
Visitar Borgoña hoy es lo mismo que hace 5 o 10 años. Apenas cambia. Está hecho: desde las prácticas de cultivo hasta los procesos de elaboración. Es una zona perfectamente delimitada, no solo en kilómetros de longitud, sino también en metros de altura. Entre las cotas 233 y 320 se extiende el viñedo más difícil y lujoso del mundo, en un mínimo desnivel de 90 m de altitud compuesto por tierras calizas, de grava y sílice en una proporción perfectamente ajustados. Pero intentar indagar en los vericuetos del vino borgoñón es hundirse aún más en su desconocimiento. Los responsables de los distintos comités interprofesionales de las áreas vinícolas acaban siempre soltando la retahíla informativa como una oración aprendida. Los folletos reducen el vino a una simbiosis del suelo, el subsuelo, el antiguo cepaje, el microclima el modo de cultivo, la vinificación y la conservación; es decir, todo aquello que es básico para cualquier otro vino. Lo único que ha cambiado es que el viñedo se disputa con la colza el horizonte borgoñón. La imagen de las opulentas vacas charolesas apacentando en la frondosidad de los pastos, intercalándose con el luminoso amarillo del rentable cultivo oleaginoso, se une con la desnudez de una viña aún casi dormida. Todo provinciano, sugestivo y evocador.
Romanee Conti, el diamante
La viña de la Cristiandad
El blanco aristocrático