En nuestro país la carrera de Enología no se impartía en ningún centro y si acaso los conocimientos solo se alcanzaban a nivel de químico y capataz bodeguero en la escuela de Capataces de Requena y en la de la Vid en la Casa de Campo madrileña. Todavía inmerso, como un ciudadano más en la desconfianza general hacia el vino que no fuera las escasas y elitistas marcas riojanas o al “vino de mi pueblo”, Isabel representaba para mi proyecto la pureza, la asepsia y su rúbrica enológica me daba alas para asegurar a los socios que las garantías sanitarias eran superiores incluso a las de las bodegas. Eran tiempos difíciles donde el fraude podría ocultarse a la vuelta de la esquina. Una garantía de que los vinos seleccionados para el club eran sanos, como si los análisis verificados en la bodega fuera papel mojado. Si quería adentrarme en el mundo del vino no había otra opción que arrimarse a los enólogos. Pero a los enólogos de casta francesa, los que habían estudiado sobre todo en Burdeos porque el enólogo nacional no sobrepasaba el nivel de “médicos del vino”, esto es, los “químicos” como se les denominaban en aquellos tiempos. Eran profesionales mal pagados y que atendían a un sinfín de bodegas, en general, cooperativas y requeridos para salvar al vino con las medidas profilácticas y terapéuticas en el buen uso de los productos químicos y no tanto para la elaboración del vino; una capacitación, en general, heredada de padres a hijos.
Cuando visité su laboratorio me vinieron los primeros “aromas” del vino que no fueron otros que los efluvios quemados de las probetas en ebullición, el metabisulfito, el ácido ascórbico y todo el séquito de aromas volátiles que me llenaron de estupor, pues no podía imaginarme que el vino pasara por este trance científico. ¿Dónde estaba la esencia del vino español? “No te preocupes Peñín –me tranquilizaba Isabel con la misma mirada del profesor al alumno- esto es la trastienda del vino, lo que no se ve. Aquí trabajamos para curar los vicios heredados de una enología equivocada que se practica en los vinos castellano manchegos, principales clientes de nuestro negocio”. Menos mal que su hermano, José Antonio Mijares, lejos de los timbres científicos que se respiraban en el lugar, me podía transmitir un gramo de esperanza por su condición más peatonal en el ámbito del vino con un discurso más perceptible y conocedor de las rutas estratégicas de los vinos y bodegas de España y ¡¡oh que suerte¡¡ de Burdeos.
De la mano de ellos inicié mis primeras catas en su laboratorio y educarme en el léxico que me parecía demasiado floreado e incomprensible. Pero mi talante viajero y mi curiosidad casi enfermiza me empujaba a ir por los caminos de las viñas y bodegas y no encerrarme en las alicatadas paredes de los laboratorios y las aulas de cata.
Escupir antes que tragar
Mis primeras experiencias sensoriales en las que puse mucha atención fue depositar en la boca la cantidad exacta de vino, moverlo mientras que apuntaba mis sensaciones y escupirlo a continuación. Esto último fue una adversidad porque sabemos que escupir es rechazar un mal sabor o algo que no queremos que siga su curso a los vericuetos interiores del cuerpo humano. ¿Por qué iba a escupir algo que sabía bien? ¡Ya, ya, ya sabemos todos que se hace para no coger la curda trago a trago! Como yo tenía un profundo antecedente abstemio, podría ocurrir que, tragándolo dentro de ciertos modales, podría atraerme algún vino sobre los demás y alterar el juicio papilar más pragmático e imparcial que lo que el gaznate más íntimo y personal pudiera ejercer. Como a todos los que empiezan a catar, el no rematar el paladeo con el trago parece como si faltara un último matiz de examen.
El primer pensamiento a la hora de enfrentarme con una batería de copas fue considerar que los posibles clientes o adheridos de mi negocio poseían la cultura suficiente como para entender que mi obligación era ofrecer vinos recónditos más o menos “intelectuales” y con una historia detrás. Para tener una idea donde estaban los mejores, me propuse hacer un ensayo delante de Isabel con una batería de vinos de diferentes calidades. Al acertar por pura deducción e intuición cual era el mejor, o el menos malo, bastaba tener una mínima memoria para trasladar ese modelo a mis experiencias en las bodegas a visitar. Mi capacidad de valoración se basaba en los equilibrios ya que por mi carácter de no bebedor no tenía vicios ni preferencias. Yo empecé a escupir catando que tragar bebiendo. Mi paladar era absolutamente virgen y presto a detectar cualquier punta que me agrediera para descalificarlo. Si tuviera una duda “la Mijares” me solucionaría el problema. La cuestión era localizar uno que no tuviera ningún defecto, limpio, agradable de beber. Los términos de cata que aparecieran en la ficha del vino los pondría el metalenguaje de Isabel cuando llevara la muestra a su laboratorio.