Aunque la segregación reglamentada era por el color, existía la segregación social no escrita en relación con la riqueza y la pobreza. Las autoridades hacían la vista gorda a los pocos ricos de color que vivían en los barrios de blancos. La tolerancia no oficial de una ley monolítica llega a los extremos de permitirse entrar a los mulatos en una discoteca de blancos con lavabos para blancos y lavabos para coloureds como aquí se respeta el aseo de señoras. Negros encorbatados con un portafolios que contrastaba con un grupo de blancos enganchados a un camión de la basura. Ese era el retrato superficial de la Sudáfrica que veían mis ojos.
El negro y el vino
Llegado a este punto, cuando volví dos años más tarde para visitar viñedos y bodegas tenía interés por saber si había propietarios de viñedos de raza negra. No los encontré. Los escasos inversores pudientes mostraban cierta aversión en entrar en un sector que, como el vino, no les reportara beneficios inmediatos. Coincidí con la cosecha 1985 y pregunté a unos vendimiadores de la bodega Blaawklippen si les gustaba el vino: “O sí, me gusta porque puedo beber más cantidad que el brandy, pero solo para emborracharme y además me sienta mejor”. Hoy, casi 40 años después, acabada la segregación racial, son contados los empresarios de esta raza que hayan invertido en el vino, aunque siguen siendo la mano de obra barata como entonces. En un país de raza negra el vino sigue siendo de color “blanco”. Bastantes inversores de raza blanca de varios países se han instalado después del apartheid.
En aquella visita escribí un reportaje en Sobremesa en el que describía: “unos tintos aterciopelados, de 12º, blancos que son el puro perfil del Puilly Fumé o del Trockenbeerenauslese germánico. Viñedos trazados por un tiralíneas donde la dimensión agrícola parece esbozada por un jardinero. Un paisaje de Visconti recoge el árbol, la viña, la flor y el sembradío dispuesto en el lugar justo para inmortalizarse en el lienzo”. Los mejores vinos sudafricanos eran blancos ya que los tintos, limitados a 12º como era lo habitual entonces, pecaban de herbáceos. Hoy sin ese límite, los mejores son los tintos.
En aquellos años durante el apartheid, las exportaciones de vinos eran mínimas debido al bloqueo internacional excepto los países del entorno que compraban sin cuento sus coches y frigoríficos. Era la paradoja de un fuerte mercado con la África negra de un país que segregaba a sus propios habitantes negros. El mercado inglés, que siempre fue el más importante, se cortó de cuajo lo que imposibilitó la venta de vinos a granel, esencia vital del sector vinícola sudafricano. Ello permitió una mayor dedicación en elaborar vinos de calidad para su elitista mercado interior “blanco”. Es lógico que dentro del espíritu más granjero que urbano de la sociedad blanca, pusiera más empeño en vincular la viña como factor de calidad con el vino, algo que en España todavía estaba en mantillas. Los viñedos se alineaban geométricamente con franjas herbáceas entre hileras tanto o más para protegerlos de las lluvias torrenciales que por optimización del cultivo. La producción mayoritaria era blanca a partir la chenín blanc, uva hegemónica llamada steen que, en la actualidad, aunque ha descendido su cultivo, sigue siendo la variedad más cultivada.
La calidad media de sus vinos era superior a la española y contaban con un sistema de etiquetado muy sofisticado, figurando los distintos niveles de calidad en unas precintas en el cuello de la botella de diferentes colores. Cada color puede indicar la zona, la cosecha, el tipo de uva, si esta elaborado en la propiedad y Superior con fondo oro representaba al vino “excepcional”, en este caso era fruto de una cata a ciegas. Estas reglas siguen vigentes con alguna actualización trasladas a la etiqueta sustituyendo a las antiguas precintas.
Lo que me llamó la atención
Para mí fue una sorpresa contemplar que en un clima mediterráneo como el de las zonas de Stellenbosch o Paarl se elaboraran vinos tan afrutados y un tanto septentrionales. La razón se debía a la frescura marítima de la corriente atlántica y antártica del Benguela. O sea, algo así como la costa gaditana, pero con la temperatura del mar Cantábrico en invierno. El entonces “Vega Sicilia” sudafricano Meerlust Rubicón 1982 que probé era un pinot noir procedente de un viñedo a 4 kilómetros del océano atlántico. Era el vino más “francés” de aquel país. Un retrato que en aquellos años nada tenía que ver con nuestros paisajes de viñas y quehaceres de entonces y que hoy no sería una novedad. Hoy esta marca abandonó la pinot (¿cambio climático?) por el retrato más recurrente como cabernet sauvignon, merlot, cabernet franc y petit verdot.
Lo que la historia sudafricana del vino puede enmarcar es su pionerismo en la utilización desde 1942 de la fermentación controlada en acero inoxidable extraído de las practicas lecheras de los alemanes. Fueron los primeros en introducir desde 1950 el cultivo de levaduras seleccionadas desde la tecnología cervecera que se copió del alemán Johann Graue y también fueron los primeros en aplicar el turismo en las bodegas, eso que hoy se llama enoturismo. Un enoturismo de tiros largos surgido de la necesidad museística del viajero que, a falta de iglesias góticas y castillos europeos, visita la bodega como algo exótico. Gente, sin duda, menos sensibilizada por el vino que en el enoturismo de hoy, pero que abarrotaba una especie de parque temático tipo picnic de carnes a la brasa y conciertos de rock junto a resplandecientes restaurantes. Incluso una bodega (no recuerdo si fue la KWV o Nederburg) contaba con un anfiteatro de conciertos de música.
En aquellos años tenía una especial curiosidad en como elaboraban el sherry sudafricano, un vino que tuvo un peso importante en la producción sobre todo de la entonces mayor cooperativa de Sudáfrica, la KWV. Sus finos elaborados con unas levaduras semejantes a las jerezanas, aunque hechos con la chenín blanc y palomino, con notas entre un punto evolutivo posiblemente por la dificultad de que el velo pudiera cubrir totalmente la superficie del vino, con un ligero gusto a los vinos naturales, pero sensiblemente dulcificados, algo así como los pales cream jerezanos. Es más, ellos financiaron un libro, Sherry in Sudáfrica, escrito por G.H. Calpin con un contenido ensayístico del jerez español, pero con fotos de toneles y criaderas de aquella manera sudafricanas. En la actualidad los únicos vinos fortificados que producen son los tipos oporto bajo la nomenclatura de Cape Rubí y Cape Tawny. Eran los últimos retazos de tiempos pasados cuando el Nuevo Mundo se dedicaba principalmente a producir imitaciones de vinos generosos entre los que estaban los sherrys e incluso olorosos dulcificados.
Hoy, afortunadamente, las diferencias con nuestros vinos son mínimas por la globalización enológica de tal modo que también va siendo prioritario el cultivo ecológico. Cuando contemplas el alto nivel que tenían los viñedos y bodegas sudafricanas hace 40 años te das cuenta lo que España ha mejorado en los últimos tiempos.