Por más que queramos adornar la historia del vino riojano anterior a 1850, nos encontraremos con un vino vulgar y ramplón, que se bebía localmente y se enviaba en acémilas al País Vasco porque lo que allí se bebía era el chacolí, aún más rudo y agrio. Ninguno de los viajeros, escritores y poetas que ensalzaban los vinos de Castilla o los del litoral español llegaron a escribir una línea del tosco rioja. Un nombre tomado de un río intrascendente: el Oja, un afluente de un afluente que pasa por Santo Domingo de la Calzada y desemboca en el río Tirón. Es extraño que su nombre, que reflejaba un territorio más místico que agrícola debido a la altitud de sus tierras, se adoptara para toda la región.
La calidad de sus vinos perduraba un máximo de 8 meses después de la vendimia, ahí acababa su ciclo vital. Era un vino cuya graduación alcohólica rondaba los 11 grados, lo que originaba que, a la hora de conservarlo en los toneles, se avinagrase o fuera víctima de los efectos inherentes a la propia fermentación, lo que impedía su transporte. Es cierto que los modos de elaboración no eran diferentes en el resto de las zonas españolas. La diferencia era que la gran mayoría de los vinos ibéricos estaban sostenidos por una graduación superior, que les permitía aguantar más.
Embotellado vinos de Rioja (Imagen cedida DOCa Rioja)
Los franceses enseñaron las prácticas bordelesas de la crianza, los vascos edificaron sus bodegas sobre los almacenes que los franceses abandonaron después de la filoxera, mientras que, un siglo más tarde, los jerezanos y la banca trajeron la socialización marquetiniana del rioja, dejando de ser un vino de las élites al alcance de todos los bolsillos.
El capital vizcaíno
El capital vizcaíno fue vital para el desarrollo de la Rioja, sobre todo en la Rioja Alta, escenario del comercio del vino por parte de los franceses. Al abandonar éstos sus almacenes riojanos, cuando el viñedo francés se recuperaba después de la filoxera, fueron ocupando sus lugares los dineros y las mentes preclaras vizcaínas, poniendo el punto de mira en el negocio del vino riojano.
La documentación de que se dispone sobre el mercado interregional del vino riojano cita al País Vasco como principal y casi único receptor. Un comercio de vecindad, un comercio de vino de Castilla (como así se llamaba al procedente de La Rioja), para unos consumidores habituados a la sidra y a los chacolís, de graduación menor, irregulares y de elevada acidez. No es de extrañar que, en lo concerniente al comercio de proximidad, estos vinos entraran con buen pie en el territorio vasco.
A mediados del siglo XIX, en pleno auge de la Revolución industrial, en Burdeos comienza una nueva era en la elaboración de vinos finos. Término que se aplicaba a la producción de un tipo de vino que nada tenía que ver con el que hasta ese momento se elaboraba en los países vitivinícolas, con raspón, excesiva maceración con los hollejos y, por tanto, más gruesos. Se trataba de aplicar un sistema novedoso de despalillado, clarificado, de crianza en barricas de 225 litros y muchos trasiegos que afinaban el vino. Un modelo de vinificación que permitía que los vinos de mesa pudieran envejecer, viajar, y conservarse en botella tanto o más que los vinos generosos que, hasta ese momento, eran los únicos que podían exportarse a destinos lejanos.