Es intención de esta casa aproximar la Guía con su rigor y especialización profesional a las rutinas más integradas en la sociedad española, como pueden ser ir a los bares, donde el vino alcanza una dimensión más ¿naturalizada? Y, por lo tanto, más comprensible. Los bares, algunos pocos como retratos del pasado, otros actuales con infusiones minimalistas, son los lugares que identifican el rostro sociológico de los españoles. Es su foro romano, como son esos espacios de calle con los vecinos sentados en las sillas de enea de cualquier pueblo. Es un asunto muy serio porque expone el alma social de los que entran en un bar no tanto para tomar una caña o un café. A veces uno pide un “cortado” de mala gana solo por sentir el ruido humano frente al indeseable ruido del tráfico callejero más impersonal. Es un impulso pasivo en donde, el que va solo, generalmente parroquiano, siempre cruzará unas palabras con el barman o el camarero mientras que distraídamente sorbe un café, un vino o una cerveza. La mayoría de los clientes acompañados entrarán en un escenario cómodo para debatir un partido de futbol, un asuntillo comercial o todo aquello que perturba hablar andando por la calle. El bar es algo así como el concilio del ciudadano, como los cafés de antaño eran del intelecto, del cultismo e incluso de la cultureta. Es la misma curia social con las diferencias entre la élite intelectual y la mayoría asalariada. Apunto la frase de la joven periodista canaria Ana Tristán cuando dice que “el bar es, después del Facebook, el centro neurálgico de la socialización horizontal”.
Los bares han dejado de ser mostradores tabernarios de vinos sin pedigrí y de pésimos cafés torrefactados que, sin dejar su hálito social, se han convertido en vinotecas, wine bar y toda una suerte de nomenclaturas anglosajonas que, a fin de cuentas, no dejan de ser bares de palabrería moderna. La pandemia nos retiró de las barras y nos obligó a sentarnos pareciéndonos a los extranjeros. Un tiempo sentado que nos permite abrir el portátil y tomar una copa porque los bares de hoy ya no son de vasos sino de copas. Cuando entro en un bar mis ojos se detienen en la pizarra donde se detalla toda una serie de tierras del vino, algunas desconocidas y que, sobre su nombre, pueden aparecer marcas ignotas lejos del confort de vender las más comerciales. Las copas de cristal se erigen en los mostradores enterrando aquellas barras de cinc donde los vasos desgastados a prueba de quiebras se convertían en los receptáculos del vino popular y anónimo.