Soy poco dado al amiguismo que impone la condición mediterránea, valorando más lo personal antes que lo profesional. De Víctor me gustaba su talante de periodista muy anglosajón, crítico y ecléctico, que en este país no muchos se atreven a practicar. En los primeros números de Sibaritas, le llamé para participar en mesas de cata y, a partir de 1995, le pedí que firmara una columna de opinión permanente bajo el título Sin Fronteras por sus mayores conocimientos de lo que se cuece fuera. En algunos escritos se metía con la gestión de las instituciones del vino, y algunas simplezas sociológicas del consumo. No pocas veces tuve que amortiguar quejas infundadas de bodegas en pos de la libertad de opinión de cada colaborador. A principios de este siglo, le pedí que dirigiera La Gaceta del vino, un boletín para el sector del vino que recogía las referencias al vino español en diferentes publicaciones mundiales, que duró un suspiro. En 2008 le fiché como coordinador internacional en el Congreso de autores del vino en Ronda por su dominio del inglés (con acento americano) y del francés con ese tono nasal tan difícil para un ibérico que le acredita su dominio del idioma de Voltaire.
Antes de mi primer encuentro con Víctor conocí a sus padres Víctor de la Serna Gutiérrez-Répide y, más tarde, a su madre Nines Arenillas, ambos ya fallecidos.