Algunos colegas critican mi interés por el vino corriente, por el más bajo de la tabla, por el vino del lineal del súper. Dicen que detrás de estos vinos no hay literatura, no hay personajes, que son vinos industriales, etcétera. En cambio, a estas mismas personas no les importa beber una caña de “cerveza corriente”, la industrial, como es la que se consume en barra en un 95 por ciento.
Son vinos para beber y menos para degustar. A los críticos, blogueros y sumilleres se nos olvida que la mayoría del consumo en España es para el trago y menos para abstraerse en lo palatial. Vinos ingresados en la cesta del híper, equilibrados y sin defectos, sin importarle si es de alguna cepa concreta o terruño, alejado de descripciones sensoriales que a nadie le importa y con un precio no superior a 3 €. Eso sí, que sea de alguna zona famosa es un plus. Para los que buscan los baratos (no corrientes) con carácter incluso para presidir un almuerzo de fin de semana, en el artículo de nuestro director editorial Vinos cotidianos, la esencia de lo sencillo por menos de 6 euros, podéis ver los mejores vinos con puntuaciones de 90 para arriba sin pasarse de los 6 euros.
De toda la vida, el vino corriente ha tenido muy mala prensa en España. Nace más del pasado que del presente. Tantos siglos haciendo vinos para mezclarlos con los de Francia e Italia por color y grado sin prestar atención a la calidad, nos ha llevado a menospreciarlos por sistema incluso sin beberlos. En cuanto a los vinos del podio, siempre se han venerado por la significación de sus elevados precios: “todo lo caro tendrá que ser mejor”. Una frase repetida por quienes se refugiaban en este concepto por no reconocer su ignorancia sobre esta materia.
Cuando el defecto era congénito al precio
En Francia e Italia, campeones de los territorios vinícolas reglamentados, sigue existiendo un respeto e incluso veneración por el vino popular, como si fuera la sangre de la propia tierra. Una jarra de tinto o de blanco anónimo en cualquier bistró francés o en una trattoría italiana forma parte del mantel. Vinos sin personalidad relevante, ligeros, frescos, fáciles de beber y, lo más importante, sin ningún defecto. En cambio, en nuestro país, hace apenas 30 años, el mismo ejercicio me condenaba a devolver la botella simplemente porque aparecían defectos. Pegas frecuentes eran, por ejemplo, las notas de oxidación, gustos a vino cocido (rescoldos de la frenética pasteurización) y sulfuroso combinado (regusto metálico) como remedio de un desastre peor. Estos rasgos eran tan comunes que el consumidor los había asumido y entendía que un vino barato tendría que ser así. Sin estas lacras, el vino era mejor que los de los dos países citados, es decir, que la elaboración era correcta y con la ventaja de producirse en un clima más soleado y con suficiente armadura alcohólica.
Entonces, ¿cuál era el problema? Sin duda la conservación, a la que no se le daba la importancia que merecía porque se entendía que lo más difícil se había hecho. La gran dificultad de domar el vino en los gigantescos depósitos de cemento y sin cierre hermético, dejaba en manos de la química la profilaxis enológica, con el peaje de los gustos y regustos mencionados. Muchas de las bodegas con renombre también vendían estos vinos de gama baja debido principalmente a que los adquirían a granel de las cooperativas y almacenistas intermediarios. Este fenómeno descendió sensiblemente cuando las grandes bodegas comenzaron a comprar la uva en vez del vino.