Los rendimientos más bajos, vendimias más tardías y, en consecuencia, mayor graduación alcohólica, la maceración previa de sus uvas, el modo biodinámico de cultivo y elaboración, la utilización de lías finas tanto en la crianza en roble como en depósitos de cemento y acero, así como también los fenómenos reductivos en botella o los oxidativos en roble, no solo no son capaces de alterar la personalidad varietal y mineral de los blancos, sino que además los enriquecen más. Es cierto que, en los primeros meses de vida de estos vinos, las diferencias entre sus distintos orígenes y variedades son mínimas debido a la imposición olfativa de las levaduras industriales (la mayoría del mismo tipo).
Por eso hoy es más atractivo catar un blanco de Rueda de dos o tres años fermentado en barrica, junto con un albariño con maceración prefermentativa de sus uvas, o descubrir cómo esta uva con una larga crianza con sus lías mejora el perfil de esta vinífera, con una mayor riqueza de matices, hasta incluso convertirlo en otro vino. Es emocionante apreciar el tacto graso y el aroma a heno de la chardonnay de Navarra, frente al matiz de hierbas de monte y frutos secos de la garnacha blanca del Priorat, Montsant o Terra Alta. Esa ligereza con notas de hinojo de la cayetana blanca extremeña y la austeridad mineral de la godello de Valdeorras o las de pomelo de la sauvignon blanc, o la vijeriego floral y silvestre de la Alpujarra granadina, o la dulce hierba ahumada de la listán blanco del Valle del Güimar canario. Incluso, todos estos matices tan variados y complejos cambian aún más cuando -con mayor o menor fortuna- envejecen hasta el punto de hallar como ejemplo un Viña Tondonia de 1953 que bebí hace más de 30 años, con las notas avellanadas, evocación de sacristía y madera añeja de mueble antiguo. Y eso sin entrar en la complejidad biológica de los finos, ni en las mil caras oxidativas de los amontillados y olorosos, ni en los aromas y sabores rancios de las garnatxas blancas catalanas, ni en las pasas tostadas de los pedro ximénez, ni en los aromas auvados de la moscatel o el dulzor amargoso de la malvasía.