Los terroirs emergentes (I)
España es el país europeo que acumula más novedades en zonas libres y sin reglamentos.
A finales de la última década de los Setenta, el vino español comienza a despojarse de la servidumbre como proveedor de materia prima. Un baldón que aún pesa para vender vinos con etiqueta. El retraso, no solo técnico, sino también por la escasa preparación enológica de sus gentes, dejó al vino nacional en una posición lamentable con respecto a los países del entorno, de modo que, salvo Jerez y, a gran distancia Rioja, el vino de calidad español tuvo que hacer un doble esfuerzo para exportar marca.
Cuando en 1863 en las “graperies” de los invernaderos de Hammersmith, localidad cercana a Londres, se detectaron los primeros síntomas de la filoxera, terminaba la época artesana del vino y comenzaba su particular revolución industrial. El hemíptero llegó a España en 1878 (“la invasión”), momento en que el vino español atraviesa el periodo más convulso de su historia, hasta 1978 (“la revolución“), en que nuestros vinos comienzan a tener voz propia más allá de la etiqueta de los vinos generosos, que hasta entonces nos adjudicaban los principales mercados extranjeros.
Todos sabemos que, en los 10 años previos a la fatídica fecha, la plaga destruyó una gran parte del viñedo francés, lo que obligó a importar vino español sin ningún tipo de aranceles. Exportamos más vino que nunca para paliar el maltrecho viñedo galo, pero también se produjo un caos de superproducción de un vino mediocre y fraudes por doquier. Eran nodrizas de los vinos “bebés” de nuestros vecinos galos, vinos que cambiaban de nacionalidad al entrar en los puertos de Burdeos, Sette y Marsella porque lo que interesaba era la mayor intensidad del color y la elevada graduación alcohólica de nuestros vinos. No era una práctica nueva ya que, desde los siglos anteriores, los vinos de Benicarló y Alicante reforzaban los débiles vinos bordeleses. Sin embargo, ahora era una necesidad para el consumo francés al haber desaparecido el 20% de su viñedo.
El periodo transcurrido entre la destrucción del viñedo francés y el nuestro, hubiera sido tiempo suficiente para que con porta-injertos americanos que ya los franceses habían replantado con éxito, se hubiera controlado más o menos la epidemia en España. Durante varios años se asistió a la destrucción de los viñedos con absoluta impasibilidad. Cuando se tomaron las primeras medidas, fue demasiado tarde para algunas regiones. Hasta 1884 no se autorizó la entrada de plantas americanas, limitada en un primer momento a las provincias de Málaga y Gerona. Hasta 1888 no se crearon invernaderos experimentales para surtir a los agricultores con cepas de la variedad riparia, escogida como la más adecuada para solventar el problema.
Las iniciativas para la recuperación provinieron, en muchos casos, de los organismos provinciales o comarcales, diputaciones o asociaciones gremiales, lo que supuso la desigualdad entre diversos territorios, dependiendo el obvio interés que cada organismo tuviera en la industria vinícola. Para los pequeños agricultores, el esfuerzo económico que suponía la compra de nuevas cepas, su plantación y cuidado hasta ver surgir los primeros frutos era, sencillamente, imposible de asumir. Una consecuencia notable de la crisis filoxérica fue la sustitución de especies autóctonas por otras más adecuadas al injerto en los porta-esquejes. En muchos lugares, la elaboración de vino quedó reducida al consumo doméstico del agricultor y, si acaso, al suministro a las tabernas. Esto supuso una leve recuperación de ciertos viñedos tradicionales, como el gallego, pues, debido a las pésimas comunicaciones, el transporte desde la meseta encarecía el vino hasta extremos que la población no podía asumir. La filoxera destruyó más de un millón de hectáreas de viñedo, de las cuales sólo se replantaron trescientas veintitrés mil.
A nivel institucional se hizo todo lo posible para mejorar la calidad del vino español con el nacimiento de las primeras estaciones enológicas en España en Alicante, Zamora, Logroño, Ciudad Real y la anexa a la Escuela General de Agricultura en Madrid. Por otro lado, y a toda prisa, las instituciones comienzan a coordinar las primeras Denominaciones de Origen, pero solo en el papel.
A pesar de ello en la citada centuria hubo más fraude en el vino y más utilización de abonos químicos. Incluso se editaron libros, (algunos de ellos los tengo en mi biblioteca), para elaborar imitaciones domésticas de vinos históricos. Vinos industriales elaborados con pasas, suplementos químicos, azúcar de remolacha y alcohol. Las facilidades otorgadas por las administraciones a comerciantes de vino y distribuidores de lugares de consumo permitían este tipo de prácticas.
Desde la “invasión” del hemíptero en 1878 a la “revolución” de la calidad de 1978, transcurrió exactamente “el siglo decadente”. Estas instituciones no fueron suficientes para impulsar el vino español en el principal mercado exterior, que fue Francia. En el primer tercio del siglo XX, fue creciendo a una velocidad de vértigo la compra del vino argelino a la metrópoli francesa libre de aranceles, al tiempo que descendió la compra de vino español.
No estábamos preparados para exportar calidad después del boom exportador prefiloxérico, cuando cualquier cosa que se llamara vino tenía comprador. Ni siquiera nos aprovechamos de la Primera Guerra Mundial para vender vino a los países en conflicto. Nuestros principales compradores, que fueron Cuba y México, dejaron de serlo después de sus respectivas independencias. Sólo Jerez, como “colonia” británica, se sostenía con vaivenes en la exportación; y Rioja comenzaba a vender en Madrid, principalmente a través de oficinas propias de las bodegas instaladas en la capital.
Después de la Primera Guerra Mundial el mercado interior comenzó a crecer, aunque lentamente. El consumo por habitante y año alcanzaba 88 litros, cifra tope que nunca se llegó a sobrepasar, y la exportación no llegaba al millón y medio de hectólitros. Cuando se instaura la Segunda República, hubo una crisis de excedentes y de caídas de precios. Como remedio, se promulga el primer Estatuto del Vino en 1932, donde se implantan medidas restrictivas, aunque con criterios más racionales que los tenidos en cuenta hasta ese momento. Se prohibió el cultivo en zonas de regadío, gravándose las existentes. Los nuevos viñedos, instalados en zonas de secano, quedaron supeditados a la autorización del Estado. Quedó prohibida la venta de vinos de menos de 11º, así como la venta de vino no declarado en los informes obligatorios de la vendimia. Aun así, el Estatuto no resolvió la situación, agravándose el problema de excedentes hasta el punto de que en 1936 se quemaron más de 1.850.000 hectólitros de vino.
España es el país europeo que acumula más novedades en zonas libres y sin reglamentos.
En esta segunda entrega añadimos 10 territorios más, que destacan también por su características geológicas.
Hoy y siempre para consolidar los primeros conocimientos prácticos del vino, es necesaria la ilustración bibliográfica.